
El 6 de noviembre de 1985, con un viaje especial entre Plaza Constitución y Avellaneda en el que participó como invitado de honor al Presidente de la Nación, Dr. Raúl Alfonsín, quedaba formalmente inaugurada la primera etapa de una de las obras ferroviarias más importantes de nuestro país en la segunda mitad del Siglo XX: la electrificación de los servicios locales de la línea Gral. Roca. Sin embargo, no era aquella la primera vez que corrían trenes eléctricos por las vías del ex Ferrocarril Sud según indica el itinerario de servicios para el año 1934:

¿Cómo se explica la existencia de trenes eléctricos en fecha tan lejana cuando no sería sino hasta medio siglo después que tendría lugar la electrificación, tal como señalamos al comienzo de la nota? Para responder esta pregunta debemos remontarnos al 24 de agosto de 1916, cuando el Ferrocarril Central Argentino inaugura su primera sección electrificada entre las estaciones Retiro y Tigre «C», en el que se constituirá como el primer servicio ferroviario electrificado de Sudamérica y pocos años despues el Ferrocarril Oeste (también de capitales británicos) hace lo propio con el servicio entre Once y Moreno (cabe aclarar aquí que el Oeste había comenzado antes las obras, pero recién pudo librarlas al público en 1923 como consecuencia de las demoras que impuso a la entrega de materiales la Primera Guerra Mundial).
Por tráfico y demanda el Ferrocarril del Sud debió haber sido el tercero en electrificar su sección local por aquellos años, sin embargo, lo que hasta entonces había sido una era de prosperidad para los ferrocarriles empezaba a mostrar signos de agotamiento y el Directorio se mostraba renuente a involucrar la inversión de capital que la obra hubiera requerido. Fue entonces cuando Pedro Celestino Saccaggio, Ingeniero Mecánico en Jefe del FCS, concibió la idea de diseñar y operar trenes equipados con motores eléctricos de tracción convencionales que, en lugar de tomar la energía de una fuente externa (tercer riel era lo usual en esa época), la obtendrían de una usina rodante que sería parte de la formación.
Estos fueron una adaptación de diseños normalizados existentes, con una longitud total cercana a los veinticinco metros. Cada uno llevaba dos bogies de dos ejes, uno de los cuales contaba con su correspondiente motor eléctrico de tracción. El último coche del tren contaba un compartimento de conducción, asemejando su aspecto al de un tren eléctrico convencional.
La experiencia no tardó en revelarse exitosa. A la destacada ventaja de correr una formación con cabina en ambos extremos (lo que limitaba el tiempo muerto que demandaba el cambio de extremo de la locomotora titular) se sumaba su mayor capacidad de aceleración, que sin embargo no solía aprovecharse completamente debido a la necesidad de adecuarse a los diagramas de los trenes convencionales remolcados por locomotoras de vapor.
Si bien estaban preparados para correr en múltiple como un tren de diez coches con una usina móvil en cada extremo, rara vez se usó tal configuración y corrieron con su disposición habitual en la vía Quilmes hasta mediados de la década de 1940. [Clic aquí para ir a la segunda parte]
